La primera infancia (PI) es una etapa crucial en el desarrollo de las personas. Se caracteriza por ser un momento determinante en el proceso de constitución de los sujetos en ámbitos biológico, orgánico, psíquico, antropológico, social y cultural. Este es un “periodo sensible” en el que las experiencias y los estímulos hacen que la función cerebral se desarrolle más rápidamente, tanto a nivel psicológico como a nivel experiencial.[1] Los factores que enmarcan la vida durante la PI resultan determinantes no solo en el presente, sino también en la salud, la capacidad de aprendizaje y el bienestar general durante toda la vida.[2]
Para 2015 se ha calculado que más de 52 millones de niños/as latinoamericanos/as estaban en primera infancia, esto significa que casi el nueve por ciento de la población era menor de 5 años de edad.[3] En la región más desigual del planeta, la infantilización de la pobreza es una constante en la mayoría de los países, donde las privaciones afectan a más niños/as en PI, que al resto de la población.[4] La brecha entre ricos y pobres es visible desde antes del nacimiento, y aumenta a medida que los niños crecen.
La pobreza materializada en privaciones concretas en materia de salud, cuidado, alimentación, infraestructura sanitaria, tiempos y espacios para el juego como experiencia vital para el descubrimiento del entorno y el relacionamiento, etc., hace manifiesta la inequidad en dos importantes dimensiones del desarrollo temprano: el lenguaje y la cognición.
En este sentido, los/as niños/as de edades tempranas con deficiencias en nutrición y en el desarrollo cognitivo, del lenguaje, motor y socioemocional tienen menos probabilidades de aprender en los años posteriores y más probabilidades de participar en conductas de riesgo que devienen en embarazos precoces, abandono escolar y violencia en la adolescencia, proyectando así, menos probabilidades de convertirse en adultos productivos.[5]
Dada la trascendencia de los primeros años como base del desarrollo humano, esta fase resulta clave para impulsar el éxito de las sociedades en general, por tanto, las políticas orientadas a la primera infancia serán un buen indicador para garantizar el bienestar de toda una comunidad.
Al menos la mitad de las muertes infantiles son evitables
La tasa mortalidad en menores de 5 años es el principal indicador de progreso en el bienestar infantil. [6] Durante el 2015 casi 6 millones de niños/as no llegaron con vida a los 5 años y en América Latina esta tasa es de 18 muertes en niños menores de 5 años por cada 1000, 8 en Chile, 11 en Uruguay, 13 en Argentina, 14 en Brasil, y 17 en Perú. [7]
Se ha alertado que aproximadamente 45% de las muertes infantiles están asociadas a problemas de malnutrición y más del 50% de las muertes de niños menores de 5 años son causadas por enfermedades que pueden ser prevenidas, por lo que el fortalecimiento del sistema de salud resulta central para prevenir estos factores que distan de ser complejos para su tratamiento.[8]
Si nos referimos a la tasa de mortalidad en niños/as menores de un año, durante el 2013 alcanzó a 15 muertes en niños menores de 1 año por cada 1000 niños nacidos en Latinoamérica, 12 en Argentina y Brasil, 10 en Uruguay y 7 en Chile. En el caso de lactantes, las principales causas de muerte están relacionadas con el estado de salud de la madre, que influye directamente en la probabilidad de supervivencia y la salud del niño. [9]
Con la información existente, es posible reducir drásticamente la mortalidad infantil,[10] a partir de intervenciones que aborden las grandes inequidades que aún hacen que la supervivencia de un/a niño/a dependa del lugar donde nace, la riqueza de sus padres, su género o de su pertenencia cultural.[11]
El cuidado de la primera infancia: compromiso y beneficio de la sociedad en su conjunto
La visión tradicional que enmarca el cuidado de niños y niñas pequeños/as a ámbitos estrictamente privados, naturaliza concepciones que profundizan las desigualdades de género, de estratos económicos, de pertenencias culturales, entre otras. Responsabilizar solamente a la familia de las posibilidades de desarrollo integral de sus hijos/as invisibiliza un inmenso conjunto de condiciones estructurales y necesidades sociales que superan el marco del hogar.
El ámbito que por excelencia queda relegado al espacio privado es el correspondiente a las tareas de cuidado y el de educación inicial; aunque este último en menor medida durante los últimos años. Pero tomando en cuenta que los hogares con bajos ingresos pueden presentar enormes dificultades para acceder a la oferta privada, la garantía del derecho a la educación y cuidado en los primeros años de vida plantea un desafío a la política pública, sobre todo tomando en cuenta las intervenciones que en esta área se desarrollan en América Latina.[12]
En contexto regional observamos que, por ejemplo, entre 2005 y 2013, en Argentina un 63% de niños/as asiste a un programa de educación inicial, si nos referimos al 20% más pobre de la población esto se reduce al 46% y si nos referimos al 20% más rico asciende al 85%. En Costa Rica la asistencia total es de 18%, disminuyendo a 8% en los sectores pobres y reportando 40% en los más aventajados. Otro indicador interesante refiere a los niños que reciben atención inadecuada, [13] en América Latina la cifra se remonta a un 8%. Sin embargo, cuando observamos al 20% más pobre de la población asciende a 10% y se reduce a un 5% cuando nos referimos al 20% más rico.
Además de la obligación que implican en materia de garantía de derechos, los programas de cuidado y educación inicial son vitales para romper el círculo de transmisión intergeneracional de la pobreza. Por otro lado, las políticas y espacios de cuidado y educación inicial, garantizan derechos para los cuidadores (familiares, madres jefas de hogar, hermanas/os mayores y familias extendidas; sobre todo para la gran mayoría de la población con bajos niveles de ingreso).
De igual forma, estos derechos de los/as niños/as se entrelaza con otros derechos en el marco de una perspectiva de género, puesto que el cuidado de los/as niños/as suele estar a cargo principalmente de las mujeres. La escasa oferta estatal hace que se recurra al trabajo de cuidado familiar no remunerado o, en familias de clase media y alta, a servicios pagos. De esta forma, se restringe el ingreso al mercado laboral de mujeres de hogares de bajos ingresos y se mercantiliza el cuidado infantil.[14]
En este sentido, en América Latina vemos un escenario heterogéneo en lo que refiere a las licencias maternales y paternales. En Argentina y Perú la licencia por maternidad es de 13 semanas, en Uruguay 14, Brasil y Costa Rica de 17 y en Chile 18 semanas. Si nos referimos a la licencia por paternidad el escenario es desfavorable, a pesar de la recomendación de la OIT[15] la cantidad de días suele ser muy baja o inexistente.[16]
Pero abordar el tema de cuidado y educación inicial, estaría incompleto si no se toma en cuenta la importancia del juego en los primeros años de vida. “A través del juego, el infante explora, inventa, crea, desarrolla habilidades sociales y formas de pensar; aprende a confrontar sus emociones, mejora sus aptitudes físicas y se descubre a sí mismo y sus propias capacidades. En la infancia, el juego constituye una sólida base para toda una vida de aprendizaje”.[17]
Este componente esencial para el conocimiento del mundo, el relacionamiento y el desarrollo tanto físico como sicológico, requiere del trabajo articulado de sectores que tradicionalmente no tienen a la infancia como población objetiva. Las políticas públicas necesarias en esta área precisan de la participación de instancias de planificación, infraestructura, seguridad, urbanismo, entre otras; con el fin de materializar la creación de lugares seguros destinados al juego de la primera infancia en ludotecas, parques, entre viviendas, escuelas, y tanto en conglomerados urbanos como en áreas rurales.
Desde otro ámbito de necesaria atención, vemos que al analizar las condiciones de las viviendas en las que nacen y habitan niños y niñas latinoamericanos, entran en juego un inmenso conjunto de factores que parten desde la posibilidad de contar con servicios básicos de saneamiento, las problemáticas habitacionales se acentúan en contextos urbanos a partir de la creciente desigualdad territorial que se manifiesta en las ciudades de la región.[18] La falta de acceso al agua potable y a fuentes de energía para la preparación de alimentos incide fuertemente en “una mayor probabilidad de mortalidad y desnutrición infantiles debido a una más alta incidencia de infecciones y diarreas, hasta el consiguiente deterioro en las capacidades cognitivas”[19]
En este sentido, la existencia de hábitats y entornos seguros para la infancia dependen de la colaboración entre comunidades, autoridades y organismos especializados en infancia, y requieren de la participación de los niños para su planificación y diseño.[20] En este marco, se destacan iniciativas como las Ciudades Amigas de la Infancia, comprometidas con un enfoque participativo que garantiza la creación de consejos de niños e incluyen los derechos de la infancia en sus políticas y presupuestos, así como políticas de vivienda que fortalecen el “derecho a la ciudad”.[21]
Por otro lado, la supervivencia y el desarrollo saludable se ve obturado por el fenómeno de la violencia hacia niños y niñas desde sus primeros años. La violencia en la PI interrumpe el desarrollo y crecimiento de los niños produciendo síntomas físicos y emocionales, generando problemas de salud mental, deterioro físico, riesgo de vida, relaciones interpersonales mediadas por vínculos no saludables, entre otros.
La violencia es un fenómeno multidimensional que exige una respuesta integral desde la salud pública, los servicios sociales, la educación y la justicia. Asimismo, se encuentra subregistrado por lo que el compromiso con el registro y relevamiento de casos de violencia infantil resulta clave para que los gobiernos asuman acciones pertinentes en pos de revertir dicho fenómeno.
En este campo, se visibilizan, sobre todo, las violencias que afectan a la primera infancia en lo privado, pero poco se debate sobre los daños que estas sufren niños y niñas en los espacios públicos por situaciones que involucran balas perdidas, peleas callejeras, enfrentamientos armados, accidentes de tránsito, así como cuando son víctimas del desplazamiento forzado en zonas de conflicto armado o cuando son obligadas a vivir en la prisión, a partir del encarcelamiento de sus madres. Por tanto, es urgente integrar el respeto de los derechos esta población en la conceptualización y materialización de las políticas de seguridad.[22]
Sin desviar la mirada ante todo tipo de violencia, se estima que el 71% de los niños y niñas sufre violencia en sus hogares; 6 de cada 10 niños en el mundo de entre 2 y 14 años sufren maltrato físico a diario por parte de sus cuidadores, tanto en castigos físicos como psicológicos; cada 5 minutos muere 1 niño a causa de la violencia.[23]
La inversión en políticas de primera infancia
En América Latina indica la inversión en PI es bastante heterogénea. [24] El monto de erogaciones por niño/a fluctúa entre US$ 2.295 y US$ 299,8.[25] Argentina es el país con mayor inversión por niño/a, en segundo lugar figura Perú con US$ 1930,6, Costa Rica US$ 1908,7 y por último, Guatemala con US$ 299,8 por niño/a.
De acuerdo con la distribución de estos recursos, el mayor porcentaje se destina al área de salud, cuidado y educación. La sumatoria de dichas inversiones llega a representar más del 56% de la inversión en primera infancia de Argentina, Colombia, Costa Rica, Guatemala y Perú. En otros países la ayuda directa también representa un porcentaje significativo, como en Costa Rica (35%) y Honduras (29%).
El panorama varía según las áreas de atención y el país. En Colombia los mayores gastos se destinan a cuidado, educación, condiciones de vida y protección del niño. En Costa Rica los principales programas refieren a educación preescolar, lucha contra la pobreza e iniciativas en el ámbito de la salud. En México (US$ 1990 por niño) prevalecen la ayuda directa, cuidado, educación y salud. En Perú las principales iniciativas refieren a salud, educación, saneamiento y protección social.
Cómo transitar el camino hacia la equidad en primera infancia
La inequidad en la primera infancia condiciona profundamente el desarrollo integral y el bienestar a lo largo de la vida. Es por esto que se hace necesario el desarrollo de acciones que permitan identificar y comprender los impactos de las desigualdades, a partir de mejores evidencias y datos desagregados de acuerdo a las distintas realidades de esta población, así como de procesos que involucren la participación de la sociedad civil en procesos de contraloría social.[26]
En este marco, la priorización de la atención a grupos más vulnerables por factores territoriales, socioeconómicos, étnicos, de género, generaciones y discapacidades, deben estar enmarcadas en políticas integrales y multisectoriales, que incluyan a los/as niños, sus familias y sus comunidades. Las inversiones en programas para niños en situación de riesgo, no solo favorecen la equidad, generan retornos más altos y son más efectivos.
- En relación a la salud es necesario mejorar el acceso y la calidad de controles de salud para la madre embarazada, lactantes y niños hasta 5 años. También, es crucial el fortalecimiento de políticas que garanticen la alimentación adecuada para el desarrollo orgánico en la niñez; así como la garantía de viviendas con acceso a servicios básicos de infraestructura y saneamiento.
- En materia de cuidado, es preciso superar las concepciones de atención “para pobres”, a través del desarrollo de espacios y alternativas basadas en los derechos de niños/as y sus cuidadores/as. Para esto es clave concretar propuestas de ampliación de las licencias por maternidad y paternidad, que permitan organizar los días de licencias entre ambos progenitores.
- Todavía es necesario dar mayor relevancia al derecho al juego y a la recreación de niñas y niños, como proceso fundamental para su desarrollo integral y fortalecimiento de sus capacidades de aprendizaje. Es crucial garantizar espacios de juego, esparcimiento y exploración, con infraestructura segura y adaptada a las necesidades de la primera infancia.
- Más que un compendio de programas dirigidos a la primera infancia, una política de desarrollo coherente para los primeros años debe contar con una arquitectura institucional consolidada, que defina claramente los roles, la planificación, los estándares de calidad, el monitoreo, los sistemas de datos y la coordinación entre diferentes sectores y niveles. La rendición de cuentas es clave, y debe estar cimentada en el monitoreo y la evaluación rigurosa.[27]
El desarrollo del bienestar en la primera infancia podrá darse en tanto las políticas públicas para esta población se puedan concebir desde una visión que parta desde la universalidad, integralidad e indivisibilidad de los derechos de niños y niñas, y de una perspectiva de equidad que garantice efectivamente esos derechos para todos y todas desde los primeros años.[28]